Prólogo del libro de Julio Castello "Sunu Gaal"

© Jaime Alejandre, 2006

A veces llega la hora que justifica casi treinta años de oficio de escritor. Cuando Julio Castelló me pidió que le escribiera un prólogo (innecesario como todo lo que ‘glosa’ las verdaderas obras de arte) a su excepcional libro ‘Sunu Gaal’, miré por fin con cariño el tiempo transcurrido en mi biografía dedicado a emborronar cuartillas.

Portada - Sunu GaalPero, ¿cómo acomete uno un prólogo imposible? ¿Qué se puede decir, sin causar vergüenza ajena ni sonrojo, de un libro que es más grande que su prologuista? ¿Es acaso posible destripar lo que no tiene tripa sino sólo espíritu, lo que es poesía, no pura pero sí en estado puro, poesía de tan alto vuelo que no hay otras palabras que la puedan nombrar que exactamente las que sustentan sus propios versos?

Pero aun así sería falsedad documental y espiritual negar que, a pesar del vértigo del reto, hay prólogos que, tal vez porque gracias a la obra del otro nos prestigian más que nuestra propia creación, producen una especial satisfacción. Porque en tiempos de fundamentalismos culturales, de purezas de sangre literaria y de atonía intelectual, poder contar con un escritor mestizo y trasgresor como Julio Castelló es un privilegio impagable e inmerecido.

Y lo es porque, pese a la apariencia de diversidad y al espejismo de tolerancia de la otredad en el que se presupone que vivimos en España como en un territorio agraz, realmente habitamos un paisaje erial asolado y desolador arrasado por los lodos tóxicos que emponzoñan de raíz cualquier iniciativa verdaderamente innovadora. Nada más amenazador que lo desconocido, pero hay que aceptar que precisamente todo lo nuevo lo es. Nada resalta más la desnudez de ciertos críticos miopes que tener que hablar de lo que jamás entenderán. Y por eso pagan su propia ignorancia con el silencio.

Sí, ciertamente parece que hubiéramos sido militarizados por la mezquindad de la mayoría de los promotores culturales y su discurso economicista del ‘pensamiento único’ según el cuál sólo lo que obedece a lo dispuesto, sólo lo que se vende es justo y necesario, es nuestro deber y salvación.

Menos mal que aún quedan excepciones residuales: editores que, como decía nuestra Constitución de 1812, son justos y benéficos, y lectores proscritos como los de Fahrenheit 451 para permitirnos disfrutar de un escritor que transita la literatura en toda su autenticidad.

Conocí a Julio en una tertulia literaria en la calle Covarrubias de Madrid allá por 1979 y ya entonces sentí la envidia más grave que puede corroer a quien es o aspira a ser escritor. Me di cuenta de que Julio era auténtico. Era original. Era él. Los demás nos limitábamos a seguir estelas cuando no a copiar incluso a aquellos autores que, en nuestro adolescente atrevimiento, aún ni siquiera conocíamos. Pero Julio, apenas con 16 años era él mismo. Y nunca ha dejado de serlo pese al corrosivo y demasiado habitual silencio de las editoriales.

Así ha sido. Si descartamos su libro ‘Qherido animal’, edición de autor de un centenar de ejemplares perdidos en las estanterías de amigos y familiares, y alguna rareza como ‘Cien años de Frankenstein en el cine’ o un par de poemas en revistas, nos encontramos ante el primer libro publicado por Julio Castelló.

Tamaña injusticia que sin embargo les proporciona a ustedes, lectores, el regalo inmerecido de la virginidad a edad madura.

Estamos ante un autor que sabe que la materia prima del escritor es el verbo y por eso en Julio se producen verdaderos hallazgos de palabras: “breveconcentradoveloz”, “qherido”, “vaciar-ser, volcar-ser, vomitar-ser”, “me diste el dón / de ser invisible”, “nhombre”, “elhijo”. Parece fácil, ¿verdad? Como las piruetas de un funambulista. Ese es el don de los maestros. Pero prueben los falsos a crear palabras como éstas y saborearán las amarguras del fracaso.

Poesía la de Julio Castelló que bebe y da de beber sin sonrojos a Aleixandre, que alarga sin pretenderlo los pasos invisibles del Valente honesto y lo hace con autenticidad, no con el buscado e interesado fingimiento (cuando no plagio, sin más) de bochornosos aspirantes a epónimos que creen que se puede imitar lo que no se siente. No, esa imitación es imposible sin causar vergüenza ajena. Se pueden continuar estelas con dignidad, pero para eso hay que haber vivido algo más que la experiencia clónica y banal de una licenciatura en filología, un curso de creación literaria, tres desengaños amorosos y una quincena de viajes… en metro a media tarde.

Aquí la precisión pulcra del lenguaje de Julio Castelló, desprovisto de toda arquitectura filológica y forense, va al origen mismo de las palabras. Palabras que se unen entre sí para crear mensajes tanto más contundentes cuanto más simples aparentemente, pero que se unen justo por la fuerza ignota antes de su significado, no a través de conjunciones, frases de relativo u otros charcos y muros donde naufragan o tropiezan tantas veces los versos.

Sunu Gaal es el libro del amor, como certera pero delicadamente lo anuncian los capítulos centrales en que se divide: Cuerpo (una ovación que prescindió del aire, / una corriente de fuego que no precisa cauce); Riesgos (hice escala en algún rincón de la memoria / escala 1:1 / acopio de sangre); Clímax (elhijo / tu lecho de encuentro y /oleajes). Y por eso es también el libro del tiempo (al fin y al cabo / qué es el tiempo sino huir / y qué el amor / sino abrazar la muerte), libro que se alza en una conquistada eternidad capaz de conectar con los corazones de los hombres de todos los tiempos, pasados, presentes, venideros; con todas las latitudes, todos los paisajes, todos los horizontes, pues está escrito por quien transitó sendas de dolor y soledad tales que hicieron sabio a Julio, tan sabio como para afirmar con espeluznante sencillez “en tus labios hay cifras / múltiplos de uno que yo / desconocía”.

Sunu Gaal es un libro primigenio escrito desde lo más profundo de la simplicidad inalcanzable para los necios primermundistas, un libro alzado desde la esencia misma de la tierra, un libro de África y en África, incógnita terra aún, catalizador de las almas verdaderamente humanas.

Porque Julio Castelló ha escrito un libro indispensable para entender nuestras horas edificándolo en versos que nos explican ciertos arcanos de la vida de civilizaciones que aún miran al sur despreciando el falso oropel del septentrión. Pues si es dicho que el té hay que tomarlo en tres tragos: el primero amargo como la muerte, el segundo fuerte como la vida, el tercero dulce como el amor, Julio Castelló eleva esa bella verdad a la categoría de saber universal cuando nos dice: “tomaré tres veces tres / el amargo te de la vida / tres veces tres / cada ocasión más dulce / la primera por indefinición / la segunda por errancia / la tercera por tus pechos”.

Y tal vez sea el número tres la cifra que resume las constancias de nuestro poeta, especialmente cuando reconoce que hay que recorrer tres riesgos: encontrarse, fugarse, alumbrarse. He ahí, con una simpleza que corta el aliento, el trayecto vital que todo hombre que desee ser algo más que un bulto en el almacén del tiempo, debe seguir: encontrarse, fugarse, alumbrarse.

Eso sí, no esperen los lectores concesiones, banalidades escritas para contentar a los mediocres y satisfacer a los párvulos. No, el verdadero lector es el que hace un esfuerzo para leer, para sentir, no sólo lo que el autor escribió sino lo que apenas él mismo, nadie más, puede sentir.

Sean lectores de verdad, no se dejen conquistar por las militarizadas tropas de la urgencia y de la prisa; relájense, desconecten todo lo que nos aliena: música y teléfonos incluidos y entréguense al milagro de una primera lectura después de la que deberán venir cien más, pero ya no traerán el sobrecogimiento de la sorpresa. Recuerden la certeza de lo que dijo David Hume: 'la belleza de las cosas sólo existe en el espíritu de aquel que las contempla', y si no se sienten embriagados por la cautivadora belleza de los poemas de Julio Castelló, sólo podrá ser porque no tengan ustedes espíritu.

Así que aquí les dejo, inermes ante la emoción de la palabra de quien está dispuesto a provocarnos la más indispensable de las heridas, las de “alma” blanca.



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