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FUGU (o la estética del vacío)
- Novela -

Ediciones Libertarias, Madrid, 1994

ISBN 13: 978-84-7683-318-6
ISBN 10: 84-7683-318-0

 

 



Fugu (o la estética del vacío)


En FUGU se entremezclan como grafitis en un vagón de metro: negros que tocan jazz con una cuerda y un barreño; mitologías urbanas de dragones de aluminio; la estética del vacío adoptada con fervor como único mecanismo de defensa ante un mundo desprovisto de ética donde la belleza es más importante que la vida; la traición al amor .que nos conduce a sobrevolar Manjatan en un Helicóptero-Caronte hacia la muerte y el aborto; los pasillos de un manicomio sorprendente; una espiral puesta delante de un espejo donde, igual que en la fiesta de disfraces, se confunden la realidad y la ficción imposibles de descifrar; mantis religiosas devorando en pleno coito a sus amantes; enormes "lofts" vacíos, fotos en blanco y negro... Visiones que mortifican el tortuoso cerebro de un loco observándose a sí mismo con el único anhelo de revelar que los hombres no crean la realidad: van siendo creados implacablemente por ella a sus espaldas, de modo que cualquier empeño en trastocar este axioma nos conduce sin remedio al caos del que paradójicamente sólo FUGU nos puede redimir.
Estas desencantadas páginas van involucrando al lector hasta que, inquieto, se interroga a sí mismo no sólo sobre la anecdotica certeza de la historia que creía leer y no es más que delirio, sino también sobre la certeza de su propia existencia humana, improbable...

 

 

Víviamos en uno de esos almacenes vacíos del Manjatan Sur que se pusieron tan de moda a mediados de los ochenta.

Nos habíamos trasladado a Nueva York en abril y, sobre todo, recuerdo -aquello quedó impreso en mis pupilas fotográficas- la niebla que se desgarraba espénticamente del agua en la bahía sembrada de os de tristeza. Los buques parecían pedacitos inofensivos de aluminio, chapas metálicas casi ingrávidas que cualquiera pudiera manejar con una sola mano.

Sí, por aquellos días, todo en nuestras existencias era por decirlo así, simple. Y no quiero que se entienda esta palabra en un sentido despectivo o peyorativo, sino , más bien en la dimensión que simple tiene de primigemia,. de absoluto, de imprescindible, de irrechazable. SimpIe, ¡qué grotesco! Quizás hasta esa supuesta sencillez con que fingíamos decorar sin adornos nuestras vidas no fuera sino otro jirón más de la idiosincrasia propia del posmodernismo: barrocas intenciones embriagadas de banalidad, casi de esperpento.

El caso es que vivíamos en uno de esos inmensos almacenes del Manjatan Sur: 40 metros de largo por 20 ancho de soledad, 6 metros y medio de alto de congoja, 17 claraboyas (escalonadas) de nostalgia y un venanal entre desgarrador y espeluznante que daba al East River.

Todo lo exornaba algo muy parecido al absurdo radical: la estética del vacío, aquélla que aprendiéramos en nuestra breve estancia en Tokio, cuando yo recreaba cualquier gesto en sublimación poética y artística y tú promocionabas tus diseños a la vez que comprabas sedas multicolores. Nos amábamos como las fieras.

Nada. Tan sólo 5.200 metros cúbicos de vacío: apenas dos o tres objetos de arte terriblemente escogidos, como se verá más adelante. Una cama de estilo balear en crujiente madera, apenas desplazada del centro geométrico de la nave para que, dando la cara al río, recibiera la mejor luz de los amaneceres. El cabecera, de una sola pieza, estaba pintado de un modo bastante tosco, en verde. Durante todo el tiempo que vivimos juntos nos acompañó allí donde fuéramos, ambientando con su rechino nuestras horas de amor. (Ahora recuerdo que los primeros meses tú aborrecías nuestro tálamo porque su incesante ruido te desconcentraba, te hacía perderte en un ritmo y una armonía diferentes a las de tu propio cuerpo. Después supiste sobreponerte a cuanto no fuera exclusivamente placer y poco a poco dejaste de escuchar su exasperante resonancia. Hoy ya, por fin, no tengo aquella cama: la vendí por teléfono a un anticuario de Miinich a quien jamás vi la cara. En mi nocturna soledad acabó por hacerse insoportable su terca compañía incorpórea. Hoy acompasará otros jadeos, otro amor, y no se sentirá vacía, extraña. Ya ves lo que son las cosas: tanto cuanto te reproché tu cerebralidad, tu incapacidad primera para sobreponerte a todo aquello que no fuera exclusivamente voluptuosidad entre nuestros dos cuerpos, y hoy ya no puedo fingir que, más que tu ausencia, me aturdía su implacable acoso).

Junto a la cama había una columna de música y al otro lado una columna jónica de escayola sobre la que teníamos un tiesto (creo que era un pato, o algo así, una planta de interior de hojas lacias y verdes. La regaba cada día). También había en algún lado, no recuerdo exactamente dónde, una mesa de tres patas, de madera, muy basta, de estilo castellano. Y en las paredes estudiados desconchones dejaban a la vista los ladrillos, dibujando formas abstractas redondeadas, como cuadros vivientes que sostuvieran sobre el marco mismo delo más íntimamente nuestro.

Bastante lejos de allí, csi en una de las esquinas, estaba el servicio completo: La bañera, algo desportillada, era de aquéllas con paras (en forma de pezuñas) y grifos dorados con una pequeñita letra azul en cada uno. Las redondas y planeranas manchas de óxido le daban un aspecto venerable, o al menos nosotros nos convencimos de ello.

Del techo caían dos gruesas cadenas de las que colgaba un espejo deliciosamente inestable. Cuando me peinaba y Ainoa lo movía burlándose de mí era como si el mismo espejo se convirtiera en carcajada feliz que salpicara (con sus reflejos de arco iris por toda la casa) de sosiego nuestras vidas.
A mitad de camino entre el baño y la cama había una mesita baja rectangular excesivamente larga y estrecha, que más parecía un malecón, una trinchera invertida, que una mesa. El! el reborde dorado que apresaba el cristal negro yo a menudo jugaba a dejar las huellas de mis dedos y después borrarlas con la manga. Tú no hacías caso de mis pequeñas tonterías yeso, sin embargo, no tenía ninguna importancia.
Alrededor de la mesa había dos sillas vanguardistas de altísimos respaldos negros, un sofá de dos plazas también negro, un butacón de cuero bastante herido por el tiempo y algunos cojines desordenados por el suelo.
El suelo era... ¡Dios mío!, esto no parece sino el gélido e impersonal listado de material procedente de un embargo que se expone para la pública subasta. ¿Dónde se manifiestan nuestros sentimientos en la descripción de todo cuanto nos abrigaba? No lo sé, tal vez salga a la luz precisamente en la ausencia de sentimiento, de emoción, en la planicie devastadora de nuestro hogar, donde el suelo, el suelo era frío, estepario, de cemento gris, rugoso, hostil y sin embargo triste. Sólo a los pies de la cama había una pequeña esterilla marroquí que clausuraba, de algún modo, lo que podíamos considerar zona habitada, ecúmene, de nuestra casa. Las otras tres cuartas partes, a pesar de la escasa ropa apilada y de los calefactores de aire, sólo poseían la luz. Y el vacío.
¿Por qué vivíamos allí? ¿Para qué nos servía el resto del espacio desasistido y solo?

No nos gustaban los deportes, aborrecíamos la .epiléptica danza moderna y nos daban vómitos las fiestas y sus farsa. Sin embargo, vivíamos en un almacén donde simultáneamente se podían disputar un partido de squash, un concurso de break-dance y un carnaval de medianas dimensiones (incluida la comparsa).
¿Por qué vivíamos acosados por tanta angustia? Creo haberlo dicho antes: banalidad, vanidad, esperpento y un sorbito imprevisible de hastío.

Supongo que fue por todo aquello: por la inmensa soledad del espacio vacío; por el brusco enfrentamiento de nuestras intimidades; por el elemental juego de la luz y de la sombra; por la monótona música de jovencitas cantautoras urbanas de pálidos rostros, enfermizas pupilas y jerseys de cuello alto negros; por la inasibilidad del momento presente; por la asesina proyección del ventilador de palas sobre nuestra cama; por la frialdad fosforescente del suelo de cemento; por la tristeza implícita; por el suave, narcótico bamboleo del espejo; por la ropa desordenada y por la pérdida de un ferviente deseo de porvenir, que nuestras vidas, las de entonces, las recuerdo en blanco y negro.

...

 

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