Portada - El Cumpleaños

EL CUMPLEAÑOS
- Novela -

Intravagantes, Ediciones Evohé, Madrid, 2015

 



El cumpleaños


En su última novela, “El cumpleaños”, el escritor Jaime Alejandre nos ofrece la fabulada relación entre un abuelo y su nieta a través de la cual asistiremos al compromiso firme de los tenaces con la felicidad. Una felicidad que deja de mostrársenos como una quimera para convertirse en la más alta empresa del ser humano: construir uno mismo la propia dicha al margen de los contratiempos, obviando incluso lo que los ortodoxos denominan la “realidad”. Porque la auténtica felicidad sólo puede ser una decisión personal que nada tiene que ver con los sucesos que nos ocurran.

Es este un libro absolutamente necesario en tiempos en los que las familias están formadas por desconocidos. Ignoramos lo esencial de nuestros mayores: cómo se enamoraron, qué hicieron en la vida, cuáles fueron sus ilusiones. A los abuelos hoy no se les escucha, sólo se les habla: para encargarles que recojan a los niños del colegio.

Pero Alejandre nos propone un mundo más humano y más próximo donde los eslabones de la cadena del hacia dónde vamos y de dónde venimos dan consistencia a la única eternidad alcanzable. La del amor de quienes caminaron a nuestro lado.

 

 

La primera vez fue en mi décimo cumpleaños. Mi abuelo me había prometido meses antes un regalo muy especial. Un re­galo «diferente». No sé por qué, pero eso me hizo sentir que ya era mayor.

Mis padres y yo fuimos a verle el mismo día de mi cumplea­ños porque cayó en sábado.

Según mi madre, y su envidiable capacidad para la exage­ración, estuve muy pesada todo el mes anterior, prácticamen­te insoportable desde una semana antes, y a punto de que me ingresara en el Hospital Pediátrico el mismo sábado por la mañana por mis nervios. Hasta que fuimos a merendar con el abuelo.

Nunca había sido la típica niña consentida y malcriada, pese a ser hija única. No me atiborraban a regalos y caprichos. En comparación con las legiones de niños de mi edad que tenían mucho más de lo que se puede disfrutar en una sola vida, hasta se puede decir que yo fui una niña austera. Y siempre agradecía de corazón los regalos que me hacía mi abuelo. Me gustaran o no. Incluso el año anterior, que me decepcioné un poco cuando me regaló un botecito de cristal con dos tipos de arena diferentes, rojiza y dorada. Mi madre dijo que no me iba a enterar de nada, que aún era muy pequeña. Eso me molestó, aunque reconozco que ni cuando me lo explicó el abuelo lo entendí mucho. La arena roja era del desierto de Namibia, me dijo, y la dorada del Sáhara. Seguramente por demostrarle a mi madre que no era tan pequeña como ella se creía, aseguré que el regalo me había encantado. Pero en verdad yo esperaba que me hubiera comprado un ipod. Seguramente porque si había algo que le gustara a mi abuelo, era la música. Bueno, y viajar, y leer, y escribir. De todos modos, muchos años han pasado y yo todavía conservo el botecito de arenas del abuelo, y si me hubiera regalado aquel equipo de música ya no sería compati­ble con nada. Mi abuelo tenía razón.

Pero aquel año, el siguiente al del «no-ipod», estaba segura de que el regalo sería magnífico y sorprendente, porque esa vez el abuelo me lo había anunciado hasta una docena de veces por lo menos desde meses antes. Y en los anteriores cumplea­ños él nunca me dio la lata diciéndome «ya verás lo que te voy a regalar» o intrigándome «¡ni te imaginas tu regalo!». No, él nunca mencionaba mi cumpleaños. Siempre hacía como que se le había olvidado y luego, en el último momento, sacaba algo gastándome una broma.

Así que si en aquella ocasión hasta él estaba impaciente y no podía aguantarse las ganas de ponerme los dientes largos era porque el regalo iba a ser «morocotudo», como le dije enton­ces a mi madre arrancándole aquella risa suya tan contagiosa y tan potente que hacía tintinear las copas en las vitrinas.

Llega un día en que la estatura de quienes queremos por obli­gación, porque nos han tocado en suerte, porque son parte de nuestra familia, alcanza una altura antes imprevista. Se vuelven inmensos y dejan de caber en el corazón normal, ese corazón de diario de los que quieren sin amor. A mí esa metamorfosis en el pecho me ocurrió con mi décimo cumpleaños. Aquel día vi crecer a mi abuelo hasta desbordar lo conocido, lo maneja­ble, para convertirse en algo más grande que los sueños que incluso una niña de diez años puede tener. Esos sueños sin medida que amargan solo a quienes los olvidan a propósito al alcanzar las edades del desengaño.

Yo, gracias a aquella flor primera plantada por mi abuelo en mi deseo siendo yo apenas una niña, he conseguido sortear las inevitables amarguras de la existencia.

Así, cuando con el paso de los años todo a mi alrededor, en mis amigos, se ha vuelto desmemoria y olvido, yo aún levanto las cejas y sonrío recordando, con tanta intensidad como si estuviera pasando en este mismo instante, aquel regalo «moro­cotudo» de mi abuelo que deshizo las dimensiones internas de mi ilusión para convertirme en algo más grande. Para conver­tirme en mí misma.

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