La vida de Rosario Alejo el año que vivió

 

Para Ros Lanuit, personaje de sí misma. ¡Mucha mierda!

Me divorcié de Reis, mi iconoplasta esposo, para ser independiente. Pero llega el Belén e invierto mi ridículo tiempo libre firmando mil crismas para quien me importa un guano. O hago cola buscando el juguete de “la casa super fashion” para una sobrina que no me quiso ni el día que nació.
Reincidente, cada año descubro, apenas tras su paso, que todo me salió al revés en los festejos estos del mazapán, inventados sólo para dejarnos ver la real naturaleza humana.

Como siempre, me toca el gordo, el okupa, vamos, papá. Pero esta vez también me encasquetan al perro de un vecino (a su can, digo) y a la afectuosa gata de la tía abuela de alguien que, sólo con verme, (la gata), me arrea un zarpazo.

Me la paso a la carrera preparando cuanto se debe para cuidar bien al zoo y la familia: parque, cepillado, cena, regalos. Despropósito de vida. Redescubro la coquetería de mi genitor y vuelta a la rúe a por laca y crema, todo contra la arruga. Luego toca hacerme asesora de su imagen. ¿Qué corbata me pongo?, ¿combina con el bogavante? Albricias, otra vez un hombre en casa. Algo de lo que gozosa, inocente, creí poder perder la costumbre.

Hora de trinchar el pavo. Y del caldo. Todos tan tranquilos poniendo a ídem los sombraoscuros de la biografía familiar. Yo anhelando mi bendita soledad de divorciada. Pero aun así brindo por la paz. Hablo de lo efímero de la cosa, de la importancia de escuchar a la gente en la calle en vez de parapetarse bajo los cascos. Eso tras beberme una representación de todas las botellas que no se abren desde el año que me las regalaron y que ya mostraban síntomas de evaporación. (Al fin y al cabo, una también tiene sus virtudes, y si usted se toma un Chivas 12 años en mi casa, cuente con que, como poco, tiene ventitantos).

Y sólo hoy, pasado Reyes, me recupero de la madrugada de conversación. Asombrada recompruebo: tengo un hermano roñoso hasta dar risa; una nuera oligofrénica que no quiere que a sus hijos les hablen de los Derechos Humanos, como si fueran a quedarse ciegos; una tía constituida en jefe de protocolo de recepciones reales y una nieta dispuesta a hundir el Azor porque no le graba el MP3 o lo que sea. Pero aún así hoy estoy bien, serena. Y todavía confío en el porvenir. Que es la muerte. La de los otros, if possible.

Año Nuevo llegó. Heme aquí, señor, non sum dignus, ut utres sub tectum meum; sed tantúm dic verbo, et sanabitur anima mea.

Con lo bonitas que eran las Nocheviejas de antes, mi antes: ponerme ciega y minifalda a cero grados.

Y ahora, ¡qué abandono! La última mía empezó antes de lo esperado. Mi padre-okupa estacional me zarandeó a las 7 de la mañana. Hija, despierta, me voy.

A por su novia, cuarenta y ocho años más joven que él (y que yo, y que mi nieta), a Barajas. Me puse en su piel y me emocioné. Cortar con todo y correr loquito en brazos de un amor que aún no lleva guadaña.

Te llamaré para que sepas que todo fue bien. (El viaje a Benidorm). Pero nada de telefonazos cuando las campanadas. (Se iba a un baile con cotillón y sin sonotone). Adiós, hija, feliz año.

Me desperecé. Caí en la cuneta: qué moños hacía yo con el kilo y medio de amenazante cola de merluza en mi nevera. Aposté a lo seguro. Llamé a mi tía, la soltera. Missing. Había decidido desenchufarse de todo, meditar en soledad, sin uvas, claro. Y parecía tonta.

Pensé en mis hijos, ¡ole mis ovarios! Pero pasaban ya las mil de la madrugada de autos cuando el móvil me dejó soltar un feliz año nuevo ya casi caducado. La merluza hubo que enjaretarla según versión de recetas de internet sin detalles personalizados y hogareños.

Ya se sabe, los Año Nuevo te pueden dar triste, depresiva, o falsamente alegre. Pero nunca había tenido una pérdida tan completa de realidad. Me quedé fuera de mí, de mi entorno, mis seres queridos a los que hace años que no quiero. Esperanza no me quedará, pero criterio aún conservo.

Antes y antes y antes no me había faltado nunca un novio desaprensivo que me plantaba días antes del evento. O un amante ingrato a quien echar la culpa de mis desgracias en fiesta tan señalada. O Reis, mi ocurrente ex, que elegía siempre el reproche más refinado para la noche de todas las noches.

Pero este 2006, en medio de un galimatías de mensajes de móvil recibidos por error, las líneas colapsadas y uvas por radio, supe que había llegado a la perfección: todo es irreal. Mi familia, mis amores y por extensión yo misma. Menos mal. Se acerca ya el descanso.

Yo, Rosario Alejo de soltera, mayor de edad, tirando a muy mayor, abuela por la gracia, literal, de mi hija Rocío y un penalti mal tirado.

Yo, señora de Reis más tiempo de lo saludable, divorciada por la gloria de Cotón, que diría mi madre, ya difunta y eso que no lo parece, de lo mucho como está presente y aún opinando, en pesadillas, de los encajes de mis colchas, el color de mis zapatos, y de su aversión a que me dieran trienios, pues las únicas mujeres que trabajan en el mundo, y lo suyo, según mamá, son las putas. Razón no le faltaba a ella, que ni por darse a sí misma el capricho, cumplió su única amenaza, repetida ad nauseam en las cenas, la de irse a un convento.

(Sólo por eso aprendió mi padre a rezar a sus deshoras, para pedir que sucediera de una vez, que se marchara a darle la monserga al padre abad con las carmelitas, y a ser posible descalzas, a ver si apañaba una mala pulmonía, la palmaba y dejaba de joder, que lo hacía más que Simenon, Casanova, don Juan, Bradomín y mi ex-esposo juntos, revueltos y estrellados, ¡qué huevos!, pero sin inguinal gustito. Aunque luego fue la pobre y la estiró antes que el perdulario de papá. Será que dios también premia a los malos).

Yo, aficionada por motivos que no vienen al caso a los vicios solitarios como leer a Schopenhauer, misógino, y aun así saberme curranta por un 30% menos de salario que mis colegas machotes que se toman tantas bajas como si tuvieran malaria recidivante, reglas hemorrágicas o partos múltiples; yo, que hice de negra en todos los sentidos de mi ex, el famosillo escritor provinciano, plagiario mío, Jaime Reis.

Yo, después de tanto tiempo de estar hasta el ovario que me queda, decido firmar con seudónimo, esta vez con uno mío: Jaime Alejandre, y reírme de mi sombra a ver si la engaño y se pira sin llevárseme a mí en su se finí, en su acabóse.

Y, al loro, porque yo, Ros Alejo para los dos amigos que tenía, me declaro especie en peligro de extinción, patrimonio tangible e intangible de la Humanidad, reserva de la Biosfera, en fin, rareza. Y hasta rarita a días. Que el glamur también se me cae, como las tetas.

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