Cruentos

C(r)UENTOS
- Narración -

Ed. Polibea 2015, La espada en el ágata

 

 

 



C(r)UENTOS

… esa ironía, que sólo se alcanza a entrever pasados los cincuenta años, cuando uno se ha sobrevivido a sí mismo (literalmente), esa ironía rezuma en estas páginas, ya no desencantadas. En una lectura a primera sangre podría parecer que la decepción definitiva haya conquistado al autor para escribir estas mínimas historias. Pero no, no hay desaliento en ellas. Leídas con el detenimiento que salta por encima de la anécdota literaria se descubrirá la esperanza del inconformista, de quien ya no necesita creer en el éxito contingente para mantener la fe en el triunfo humilde del hombre frente al tiempo. (Guinnevere A. Nash, Ph.D., Kennicott, Alaska)


 

 

Estuvo dos meses, noche tras noche, en el hospital. Cuidando de su padre. Más bien velando largamente su proyecto de cadáver. Nada más ingresar le habían confirmado que no viviría más allá de tres meses. Fueron dos. A veces la muerte es misericordiosa. Pero también es de costumbres fijas en lo que respecta a su horario laboral con los enfermos, pensó. Sí, en las casi sesenta noches que había pasado él junto a su padre en el hospital (su madre hacía los turnos de mañana y él los nocturnos) descubrió una contundente realidad que desconocía. Los enfermos se mueren de madrugada. A partir de las cuatro y hasta eso de las siete de la mañana los pasillos del hospital se llenaban de gritos, estertores, llamadas de auxilio de personas ya inconscientes que libraban su final batalla con la agonía. En las habitaciones de los enfermos terminales se producían justo a esas horas las luchas perdidas de antemano de hombres y mujeres desahuciados, sus ya inútiles contiendas contra sombras sólo visibles para ellos, para los moribundos.
Así ocurrió con su padre. Dos agonías tuvo a esas precisas horas los días anteriores a que a las seis menos cuarto de la madrugada de la jornada definitiva falleciera.

Este tema lo trastornó de tal modo que acabó convirtiéndosele en una obsesión. Duradera. Lo acompañó toda la vida. Hasta que a él mismo, veintidós años después, le diagnosticaron un cáncer de páncreas incurable. Seis meses. Eso era todo lo que le quedaba.

Sus hijos le dijeron que las previsiones no eran siempre exactas, que había que luchar, medicarse. Esas mentiras piadosas que a un hombre como él, sin embargo, no lo engañaban. Un día más, una semana más de vida. Eso como mucho. El hecho era que se moría.

Fue entonces cuando ideó su propia estratagema para afrontar el destino fatal. Sin quimios ni radios humillantes, sin esa progresiva pérdida de la dignidad y la condición humanas que sucede siempre en los hospitales.

Recuperó en casa el cuadernito de su obsesión, donde había apuntado las horas exactas de los fallecimientos de sus más cercanos. Se inauguraba, claro, con la de su padre. “Padre, 05:46”. Así, sin fecha si quiera. Lo relevante era la hora, la hora exacta del tránsito a la muerte. No la de una sorprendente curación, no la del inesperado armisticio de la Parca, no, sino la de la derrota definitiva e irreparable. Luego seguía su cuadernito: “Antonio, 04:35”, “Tío Alberto, 04:50”, “Marisa, 06:38”... y así hasta un centenar. Todos fallecidos entre las cuatro y las siete, la despiadada hora del amanecer.

Entonces confirmó su resolución. Vendió todos sus bienes, para espanto de sus dos hijos, aunque esto es otra historia. Y cuando todas sus posesiones se habían convertido en dinero en efectivo, compró varios miles de billetes de avión más o menos concatenados, dejando entre uno y otro vuelo el tiempo justo para su propósito, saltando en los destinos a oriente y a occidente, en recorridos que supusieran cambios de horario precisos. “Paris-Nueva York; Nueva York-Frankfurt; Frankfurt-Colombo; Colombo-Fidji, Fidji-Dubai, Dubai-Pekín, Pekín-Los Ángeles; Los Ángeles-Hawai...”. Y así hasta la extenuación, convirtiendo su existencia en un jet-lag continuo e implacable donde, en su reloj, estuviera donde estuviera, nunca hubiese madrugada, no existiera ese demoníaco lapso de tiempo que va desde las cuatro a las siete de la mañana.

Consiguió así burlar a la muerte durante siete años, un mes y once días. Justo cuando llegó al que sería su último destino, Praga, donde, acabados sus ahorros, la noche fue noche y le llegó su primera madrugada después de dos mil quinientos noventa y siete días incluido el adicional de regalo del año que fue bisiesto. Bien estaba que al fin no le quedara ya dinero para seguir huyendo de la muerte. No había buscado la eternidad, sólo una prórroga, un amable estrambote para leer y escribir y enamorarse, aunque lo hiciera en los aviones y en las salas de espera de los aeropuertos.

Según el parte médico de rutina del Hospital Popular de Malastrana, falleció exactamente a las 06:12 minutos del día... de un día irrelevante.

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