Dibujo - Espectador de mí

BULEVARES
- Narración -

Fundación el Monte, Sevilla, mayo 1997

ISBN 13: 978-84-89777-07-1
ISBN 10: 84-89777-07-1

 

 

 



Bulevares

No todas las historias tienen un principio. Y un final. Algunas de ellas son como un ramaje fotografiado tan de cerca que uno no puede discernir hacia dónde van, de dónde vienen, si acaban de nacer y se disparan, o si se enredan en sí mismas las ramas. Tan sólo cuando uno observa mucho, y con cuidado, el mundo alrededor, alcanza a darse cuenta de cuantísimo misterio, de cuantísima casualidad anima la vida de los hombres. Muchos ni siquiera intuyen las maravillosas e irrepetibles oportunidades que se les presentan. Otros viven tan pendientes de esas circunstancias que olvidan verse a sí mismos como actores del Gran Teatro del Mundo y se sienten a salvo bajo su papel de espectadores hasta que el azar, que los va envolviendo, los aturde definitivamente, y entonces comprenden todo cuanto habían intuido y visto sin tener conciencia de ello.


 

 

 

En los Bulevares hay un atasco monumental pero ni el ruido me importuna. Observo, quieto como los visillos, pero nada transparente, como si fuera un espectador de mí mismo, como si mis actos no me pertenecieran. Me doy la vuelta y miro la habitación de la pensión. Inapelable. Puede que sí. La colcha verde. Los desconchones blancos. La gotera amarilla. Si no hubiera sido por Narciso y su inesperada boda jamás habría vuelto a Madrid. Ahora siento una mezcla de odio, asco, alegría, confusión e indiferencia por mi regreso, por Madrid. Lo único terrible es que he intentado comprobar si me queda bien el traje, pero el espejo es tan diminuto que ni siquiera alcanzo a verme la corbata entera. Debería habérmelo probado en casa, antes del viaje. Ahora ni siquiera sé si me queda alguna etiqueta colgando. Es una broma. Pero sí que no sabré si me queda bien o no. Por eso me acerco a la ventana y me esfuerzo por reflejarme en los cristales, pero ellos sí son transparentes, casi como si no existieran, de modo que todos mis intentos son en vano. La fatalidad se ceba con nosotros en los más insignificantes detalles. Claro que peor es lo de ahí abajo, vaya golpe se han dado esos dos... ¡el atasco ganará el Campeonato Mundial de... ¡Joder, la puta pava esta, si ya lo veía yo, la madre que la parió! ¡Y tú cállate, hostia, tanto pito de los cojones! ¡Desde la Glorieta vengo viéndola que me la da, que me la da, que me la da la gilipollas esta del Golf... y dale! ¡Y qué coño pasa ahora con esta puerta! No, si me habrá descuadrao la puta carrocería...

El joven, indignado, por fin consigue abrir la puerta y sale del coche, que tiene toda la parte trasera completamente hundida. De los bajos del Golf que acaba de empotrársele, sale una leve cortina de humo y del interior una suave melodía de Silvio Rodríguez que se confunde con los pitidos y los feroces insultos del resto de los conductores.

Por la acera, absorta en sus pensamientos, viene una joven gordísima. Viene casi indignada, pero su constitución física con bocio le impide enfadarse. Sonríe a todas horas; y suda. Acaba de salir del examen. El tribunal ocupa sus sillones en la alta tarima. Unos impresionantes sillones de madera que crujen por nada. A la derecha el piano y, dormitando frente a sus teclas, el pianista aburrido y programado de gesto inhumano y pelo oscuro. Junto a ella unas treinta personas sentadas al otro lado del estrado. No quiere mirar a los jueces, no quiere que sus rostros la intimiden. Pero no sabe dónde poner la mirada. Se fija en sus propias manos, pequeñas y regordetas, sudorosas. Se limpia una uña con los dientes. Vuelve los ojos hacia la falda, donde se frotan con suavidad sus manos. Por raro que parezca hay un bullicio bochornoso. De repente, extraído de la nada, llega su nombre. Involuntariamente se levanta y va hacia adelante. Siente todos los ojos de los demás opositores clavársele en la espalda y dolerle los riñones. Con displicencia, una mano le hace un ademán que significa "comience". Con la voz ahogada le dice la pieza al pianista. Ahora sí, un silencio impresionante es surcado como ondas por el pasar crepitante de las hojas trazadas por pentagramas. En el mismo instante en que suena el primer compás hay carraspeos, movimientos de silla: expectación. Mirándose todavía las manos, apuntalando el piano para no caerse ella misma, empieza a cantar: la voz se monta encima de las notas y trata de acoplarse a ellas, blancas, negras, fusas, semifusas, pero van demasiado deprisa, al trote largo, ya casi al galope, y los gorgoritos rebotan, se tambalean, dudan, caen. Vuelve a la carga, y ahora sí, se aferra a las riendas de los arpegios, los domina y canta con más belleza que nadie hace siglos en esta triste sala. Pero ya es demasiado tarde, el bullicio se ha apoderado del auditorio. Los opositores cuchichean, se mueven, ríen, preparan sus gargantas sin mucho disimulo. El tribunal firma papeles o pasa las hojas de un periódico o se hablan, moviendo sin cesar las piernas y las sillas. Ella aún canta, y al descubrir la insistencia de los latidos de su corazón decide levantar la cara. Ve al público: mordiéndose las uñas, gorgoreando, golpeando las rodillas contra los asientos. Ve al tribunal: moviéndose, bebiendo agua, levantándose, entregando unos papeles al bedel. Ve al pianista: removiéndose en la banqueta, aporreando las teclas aburrido, (y ella hasta escucha el golpe seco de los dedos chocando contra las teclas antes que el prístino sonido de las cuerdas pulsadas). Su voz armoniosa y perfecta se desliza para nadie. Hay demasiada turbación, demasiado bullicio, en fin, hay movimiento, no la callada expectación paralizada y respetuosa que merece el canto. Ella aún canta y, mirando la sala, cree que todo se mueve allí, que las lámparas se balancean, las sillas giran, las puertas se abren para cerrarse dando un portazo, las cortinas se corren y descorren... Todo en febril movimiento desoye su existencia. Entonces se da cuenta. Allí está, junto al espejo estropeado e inmenso. Allí, sólo él no se mueve, está quieto, mirándola muy fijamente, perfectamente vestido, elegantísimo, comulgando con cada una de las notas, siguiendo la belleza del aria sin mover ni uno sólo de sus músculos. Se encaró a él, cantó para él. Cantó como jamás lo había hecho. Y él ni pestañeó ante la belleza y la perfección del canto. La sacralidad del momento lo había petrificado.

...

subir